08 diciembre 2006

La Dama (II)

Alan era el hijo del viejo criado que estuvo al servicio del padre de Raúl durante muchos años.
Cuando el sirviente murió, Alan ocupó inmediatamente su puesto y se puso al servicio de la casa. Eran amigos desde niños y Raúl lo admiraba por su fuerza, ya que tenía dos años más que él y era mucho más osado y valiente. A veces tenía la sensación de que Alan era un poco condescendiente, pero estaba seguro que se debía a que el lacayo lo veía como un hermano pequeño.Sin embargo no podía soportar las comparaciones que su padre le hacía, recriminándole que no estaba bien que el hijo de unos aldeanos fuese más aguerrido que el de un noble.

Alan sonrió al ver a Raúl sentado con la espada, intentando limpiarla con movimientos cansados, y se dirigió a él. El frío del ocaso comenzaba a hacerse palpable y cruzó los brazos por debajo del chaleco de lana, intentando ganar algo de calor. Pese a encontrarse en Abril parecía que aquel año a la primavera le costaba despertar. Se fijó que su amigo tenía los dedos azules y que un gesto de dolor asomaba en su cara cada vez que restregaba el paño sobre el arma.

-Así no terminarás nunca, bobo. Debes frotar siempre en la misma dirección.
- ¿Y a tí que te importa?- Le respondió Raúl, ofendido.- ¿No has terminado ya tus deberes? Pues vete a cenar y déjame en paz.
-Sal de ahí, anda.- Y con un rápido movimiento levantó a Raúl y le quitó la espada.- Fíjate bien como lo hago.

Alan se sentó sobre el tronco y comenzó a afilar el metal. Sus experimentadas manos restregaron cada una de las melladuras con ritmo acelerado y poco a poco el acero fue tomando brillo.

-¿Te das cuenta de como es? Si hubieses seguido como hasta ahora no terminarías en toda la noche. Aquí tienes.

Alan entregó la espada a Raúl, el cual la examinó con gesto huraño. Tomó la estopa de las manos de su amigo y la frotó un par de veces.

-Ya estaba casi acabada. No te necesitaba.
-Claro, claro.-Respondió el joven con una sonrisa.

Se levantaron y se dirigieron al castillo. Las últimas luces del día se reflejaban en las piedras, coloreándolas de un azul grisáceo que otorgaba solemnidad a la vieja construcción. En una de las ventanas se veían los reflejos de las velas del salón, donde el padre de Raúl cenaba los restos de la cacería del domingo anterior.

-¿Como va tu adiestramiento?- Preguntó Alan
- Ya sabes que lo odio. Hoy me caí al hacer un ataque y mi padre se enojó tanto que me dio quince varazos. Además no me deja comer carne hasta que sea capaz de disparar el arco montado sobre un caballo.
-Debes esforzarte más. No está bien que un noble no sepa pelear. Sobre todo en estos tiempos, que vuelven los rumores de una guerra en el este.
-Yo no quiero ir a la guerra. El viejo Guillermo dice que las guerras son fruto de la barbarie y que los hombres sabios siempre las detestaron.
-El viejo Guillermo está loco. No entiendo cómo tu padre permite que ese fraile te siga instruyendo.
-Es deseo de mi madre. Fue su maestro durante su niñez y cuando murió hizo jurar a mi padre que el anciano se encargase de mi sabiduría.

Alan se mordió la lengua. Tenía ganas de decirle a Raúl lo que pensaba sobre esa sabiduría pero la mención de su madre muerta haría que el chico se entristeciera.

No hay comentarios: